Pero las manías crecen. Y llega el día en que también se esconde a sí mismo.
Por eso participa en el concurso del colegio. Para ser EL REY DEL ESCONDITE.
A pesar de las advertencias de su abuela, NACHO sigue adelante con su juego.
Ni siquiera su amiga MAR consigue quitarle su manía.
NACHO consigue ocultar sus sentimientos a todo el mundo, convencido de que es un mago del escondite. Pero un día, se mete en un lío peligroso que le puede costar caro.
El problema es que NACHO no mide las consecuencias de sus actos.
FRAGMENTO
Me llamo Nacho y quiero haceros una pregunta: ¿A quién no le gusta jugar al escondite?
Bueno, pues en mi casa me regañan y se ríen de mí en el colegio porque me gusta hacer algo que todo el mundo practica: jugar al escondite.
A veces, la vida es muy injusta.
He llegado a pensar que lo hacen por envidia. Soy uno de los que mejor se esconden del mundo, y no quiero exagerar. Cuando me escondo, nadie me encuentra. En el colegio, todo el mundo sabe que cuando jugamos al escondite, es casi imposible descubrirme.
Además, tengo otra habilidad: lo escondo todo, el dinero, los libros, los cromos, las notas, las fotos, los guantes... Nadie oculta las cosas mejor que yo.
Me divierte mucho guardar mis cosas y me lo paso en grande cuando noto que alguien quiere descubrir algo mío y no lo consigue. Creo que el escondite es uno de los mejores juegos que se han inventado. Por lo menos para mí.
También me gusta mucho el fútbol. No soy un gran jugador, pero veo todos los partidos que puedo. Hoy tenemos un buen partido y lo voy a ver con mi padre, que es un gran aficionado... Casi un experto...
Ahora mismo está sentado en su sillón favorito, leyendo el periódico, esperando a que empiece el partido. Aunque es pronto todavía y aún no hemos comido, a él le gusta prepararse con tiempo. Es muy previsor.
-¡Hola, papá! -le saludo.
-Hola, hijo -responde sin apartar la vista del periódico-. ¿Cómo estás?
-¿Veremos el partido de hoy? -pregunto mientras enciendo el televisor.
-Sí -dice-. Creo que va a ser de los buenos.
-Hola, abuela -digo al ver que se acerca.
-Buenos días, Nacho -dice ella, dándome un beso-. ¿Cómo estás?
-Contento. Esta tarde hay un buen partido por la tele -le respondo cambiando rápidamente de canal con el mando a distancia. Soy un buen zappineador. Puedo disparar el mando con la misma rapidez que un pistolero del Oeste sin equivocarme ni una sola vez.
-¿A quién le toca poner la mesa hoy? -pregunta mi madre, asomando la cabeza por la puerta.
-A Nacho -dice mi padre.
-A Ana -respondo yo.
-A mí -contesta la abuela.
-¡A Nacho! -grita Ana, entrando en el salón y colocándose al lado de mi padre-. ¿Verdad, papaíto?
Todos los domingos pasa lo mismo. Es el único día de la semana que estamos juntos y cada vez tenemos el mismo lío a la hora de comer. ¿Veis lo que quería decir? Que hay momentos en los que todo el mundo se esconde.
La abuela María está siempre dispuesta a poner la mesa. Es una de las pocas cosas que aún puede hacer y dice que con eso se mantiene en forma. Y es que la abuela María es muy vieja y apenas le quedan fuerzas.
-A mí no me toca -protesto-. Le toca a Ana.
-¡No es verdad! -grita ella-. Yo la puse hace dos semanas y hoy te corresponde a ti.
-Sí -dice mi padre, pasando una hoja de su enorme periódico-. Que la ponga Nacho. Le toca a él.
-¡Le toca a Nacho...! ¡Le toca a Nacho...! -empieza a cantar Ana-. ¡Le toca a Nacho...!
-¡Yo no sé poner la mesa! -respondo con rabia.
-¡Si no la pones, no comes! -dice mi madre desde el pasillo.
-Anda, Nacho, hijo... Vamos -dice la abuela, poniéndome la mano en el hombro-. Yo te enseñaré.