OJOS DE DRAGÓN 1 - LIBERTAD

PERGAMINO UNO

 

CAPÍTULO 1

EL ORFANATO

En un miserable orfanato situado en los confines del reino de Avérnico, un muchacho, al que llamaban Ojos de Dragón, se hallaba en el centro de la gran sala con el torso desnudo, temblando de frío ante el juez Strainer y el verdugo Wilmox, que habían sido llamados por Thomas Gorman, el maestre del hospicio.

     ―¡Ese chico es un diablo! ¡Deben castigarle como se merece! ―manifestó Gorman, que no paraba de lanzar graves acusaciones contra él―. ¡No puede seguir aquí! ¡Es muy peligroso!

     Los ciento cincuenta huérfanos, compañeros de Ojos de Dragón, que conocían muy bien la crueldad de Gorman, observaban la escena en silencio, bajo la estricta vigilancia de los cuidadores y soldados que les obligaban a no perder detalle. Donario, su mejor amigo, prestaba atención desde la primera fila con rabia contenida.

  Todos ellos recordaban cómo Gorman les había hecho trabajar durante años, haciéndoles amasar pasta para fabricar papel y forzando a muchos de ellos a copiar libros a cambio de nada. Allí, la vida no era fácil. Los chicos, todos ellos repudiados por sus padres, tenían que ganarse el derecho a comer con sus propias manos., realizando tareas duras que a un adulto le resultarían difíciles de soportar. Además, estaban los castigos, feroces y frecuentes.

     ―¡Es repugnante! ―exclamó el verdugo Wilmox, que tenía una gran barba negra y miraba a Ojos de Dragón con aversión y evidente hostilidad.

  ―¡Parece cosa de brujería! ―añadió el juez, que llevaba un parche en el ojo derecho―. ¡Esos ojos solo pueden ser un hechizo! ¡Ninguna persona de bien puede tener esas pupilas!

     Ojos de Dragón sabía que su cara solía producir rechazo, asco y miedo; así que la reacción de los dos hombres no le extrañó en absoluto. Ya estaba acostumbrado.

     ―¿Cómo te ha salido eso, chico? ―le preguntó Strainer―. ¿Desde cuándo tienes esos ojos?

     El muchacho miró a Gorman, pidiendo permiso para hablar.

     ―Puedes hablar ―masculló Gorman dejando al descubierto una mellada dentadura llena de manchas oscuras―. Pero hazlo con respeto.

    El chico se demoró un poco antes de responder:

     ―No lo sé, señoría ―dijo por fin―. No lo recuerdo.

     ―¡Miente! ―exclamó Gorman―. El anterior administrador me contó que ya tenía esos ojos de animal cuando lo recogieron aquella noche en una cesta abandonada en la puerta de este hospicio. Les pareció tan asqueroso que estuvieron a punto de arrojarlo al estercolero. Os aseguro que nació con ellos.

      ―Señor Gorman, eso no es posible. Nadie puede nacer con eso en la cara ―le reconvino Wilmox―. A menos que…

      ―¡Solo un embrujado puede venir a este mundo con una cosa como esa pegada a su cuerpo! ―concluyó el juez Strainer, agitando el bastón, amenazante―. ¿Eres acaso hijo de algún animal?

      ―No, señoría ―replicó Ojos de Dragón―. Son ojos normales y corrientes, como los que tienen los monjes que copian pergaminos o como los que vos usáis para plasmar vuestras sentencias.

     El sargento Blake se acercó y le propinó un potente golpe en la espalda que le hizo emitir un gemido y le dobló de dolor.

     ―¡No seas insolente o todo irá peor! ―le advirtió antes de retirarse.

     En silencio, consiguió ponerse en pie con gesto dolorido.

     El juez se acercó y le rozó la mejilla con la punta de su bastón.

   ―¿Y si fuese algún sortilegio diabólico? ―preguntó, suspicaz―. ¿No será contagioso, verdad?

     ―El único sortilegio que tiene este chico es su mal genio. Es un rebelde incorregible ―gruñó Gorman, con bastante mal humor―. Podéis estar tranquilo, señoría, no nos ha contagiado a ninguno.

    ―Explicadnos exactamente para qué nos habéis hecho venir hasta aquí, señor Gorman ―preguntó Strainer―. Tenemos muchas obligaciones y este asunto no parece demasiado importante. Es un simple caso de brujería.

     ―¿Qué ha hecho exactamente para que hayáis solicitado nuestra presencia? ―quiso saber el verdugo Wilmox.

     Gorman se acercó a Ojos de Dragón y le señaló acusadoramente:

     ―Hace varias noches le sorprendí en mi cámara privada, revolviendo en mis archivos. Me tiene harto y y ya no sé qué hacer con él. Os he llamado para que le sancionéis duramente por lo que ha hecho, señoría. Como gerente solo tengo autoridad para aplicar castigos leves.

     ―¿En qué tipo de correctivo estáis pensando? ―preguntó Strainer.

    ―No quiero volver a verlo. Es un mal ejemplo para los demás y sólo me ha dado problemas. Mi antecesor estaba desesperado con él. ¡Quitádmelo de encima! ¡Maldita sea la hora en que lo dejaron en la puerta de este hospicio!

     Ojos de Dragón escuchaba impasible las alegaciones de Gorman; le conocía muy bien y sabía de su brutalidad. Era capaz de inventar los más terribles castigos y no tenía reparos en excederse en sus atribuciones. A lo largo de los años, desde que había sustituido a maestre Morgan, tres años antes, habían llegado a odiarse mutuamente.

    ―¿Qué buscabas en el despacho del señor Gorman, chico? ―preguntó el juez Strainer―. ¿Qué querías robar?

     Ojos de Dragón tardó un rato en contestar:

      ―Mi tablilla ―dijo finalmente.

     ―¿Qué tablilla? ―exclamó Wilmox.

     ―¿A qué te refieres exactamente, diablejo? ―insistió Strainer.

     ―Es una pieza que me pertenece y que puede ayudarme a encontrar a mis padres.

     ―Está obsesionado con eso ―aclaró Gorman―. Lleva años preguntándome lo mismo... ¡Ya le he explicado mil veces que no hay manera de saber quiénes son sus padres! ¡Le abandonaron y no quieren saber nada de él!

      ―¿Dónde está esa tablilla? ―preguntó el verdugo―. ¿De dónde proviene?

     ―Estaba en la cesta. Se trata de una tabla de madera con un dibujo...

     ―¿Podemos verla? ―preguntó Strainer, impaciente.

     Gorman abrió una bolsa de lujosa piel que colgaba de su cinto y extrajo un objeto de madera más pequeño que una mano. Los dos hombres lo miraron con curiosidad.

     ―Es un círculo con un dragón que sobrevuela un castillo encendido ―explicó Gorman―. Es el único indicio que tenemos de sus padres, la única conexión... Podría ser un escudo de nobleza desaparecido hace tiempo o inventado… No lo sé…

     Los dos hombres miraron la tablilla sin mucho interés. Su trabajo no consistía precisamente en descifrar emblemas. Un círculo blanco que parecía una luna con un animal volador de grandes alas era, seguramente, una fantasía de algún artista. El detalle del castillo en llamas le pareció una imagen creada por una mente calenturienta.

     ―¡Es mía! ―exclamó Ojos de Dragón, señalándola―. ¡Es mi herencia! ¡Quiero que me la devuelvan!

     ―¿Tuya? ¡Tú no posees nada! ―masculló Gorman― ¡Te hemos alimentado durante catorce años y estás en deuda con este establecimiento! ¡Y no olvides que aquí has aprendido a leer y a escribir! ¡Te lo hemos dado todo y a cambio solo me has traído problemas, tunante!

     ―¡Os lo he pagado con creces! ―exclamó Ojos de Dragón―. ¡No he dejado de trabajar y nunca he cobrado una sola moneda a cambio! ¡He copiado cientos de libros con mis propias manos!

     El sargento dio un paso, dispuesto a acallarlo, pero el verdugo le detuvo con un gesto.

     ―¿Para qué quieres tú esa asquerosa plancha? ―preguntó el juez, que ya estaba empezando a perder la paciencia―. ¡Sólo es un trozo de madera con un dibujo estúpido que no significa nada!

     ―¡Es la única forma de encontrar a mis padres! ¡Y de saber quién soy!

     ―¡Tus padres te abandonaron! ¡No quieren saber nada de ti! ―exclamó Gorman―. ¡Nadie quiere a alguien que parece un animal!

     El juez levantó el brazo, pidiendo silencio. Incluso los chicos, que habían empezado a murmurar, se callaron. Donario prestaba mucha atención y temía por su amigo. Hubiera dado cualquier cosa por ayudarle.

     ―Representas lo peor de este mundo y tus orígenes son malditos ―explicó el juez, asqueado―. Las bestias no pueden mezclarse con asuntos humanos. Guardad esa tablilla, daña la vista.

     Gorman la metió inmediatamente en la bolsa y, después de un breve silencio, el juez volvió a hablar:

     ―Escuchad todos y aprended cómo funciona la justicia en el reino de Avérnico ―exclamó, dirigiéndose a los huérfanos―. Esta noche el reo permanecerá encerrado y mañana será llevado al castillo de nuestro señor, el rey Avérnico ―argumentó el severo juez―. Allí será juzgado y, seguramente, acabará en la hoguera. No podemos permitir que la brujería se instale en nuestro reino.

     Dos soldados le colocaron argollas en las muñecas. Las pesadas cadenas que pendían de ellas le impedían moverse con libertad.

     ―Hay que atajarla de raíz ―añadió el verdugo, mirando con repugnancia a Ojos de Dragón―. La hechicería no cabe en nuestro reino.

     Gorman, contento con la decisión del juez, usó uno de sus trucos que nunca fallaba:

     ―Señoría, quisiera agradeceros vuestra ayuda, así que me he permitido preparar una gran cena. Probaréis nuestra excelente carne y nuestro buen vino ―propuso al juez―. Luego, podéis quedaros a dormir, si lo consideráis oportuno.

     ―Partiremos después de la cena ―respondió el magistrado, relamiéndose―. Mañana tenemos un juicio sobre un grave caso de rebeldía y traición. Los soldados se ocuparán de llevar a este salvaje al castillo. El sargento Blake se ocupará de ello.

    ―Gracias por aceptar mi hospitalidad. Os lo agradezco de corazón. Disfrutaréis de una cena espléndida ―argumentó Gorman inclinándose dócilmente―. Hoy tenemos carne de ciervo cazado especialmente para vos.

     Los soldados condujeron casi a rastras a Ojos de Dragón hasta una celda oscura, fría, y habitada por ratas y cucarachas.

     ―Habrá vigilantes en la puerta, chico ―le advirtió el sargento Blake―. Así que no intentes nada, ¿entendido?

     Cuando se quedó solo, sintió una gran desolación. Sus esperanzas acababan de desvanecerse. Nunca conocería a sus padres. Sus sueños se habían evaporado. Los besos, caricias y abrazos que tanto ansiaba nunca se harían realidad. El juicio al que le iban a someter le llevaría casi con seguridad a la hoguera. Así castigaban a los acusados de brujería.

     El rey Avérnico era joven y llevaba poco tiempo en el trono. Corría el rumor de que su padre se había suicidado debido a una enfermedad incurable, probablemente la lepra, pero nadie podía asegurarlo. Avérnico odiaba todo lo relacionado con la hechicería, aunque todo el mundo sabía que se servía de ella cuando le convenía. No dejaba de pensar que los hechiceros le habían contagiado la lepra por venganza a su poca colaboración al ataque del castillo de Orlando Delatour.

     Ojos de Dragón pensó que él, que era inocente, iba a pagar las consecuencias del odio del rey hacía la magia oscura.

     Se dejó caer sobre el camastro y lloró desconsoladamente. El dolor de los golpes se mezcló con su desesperación y pensó que su corta vida había llegado a su fin.