OJOS DE DRAGÓN III / PODER

CAPÍTULO 3 - LOS APESTADOS

Siguieron el camino que Mastodonte les indicaba. La nieve se iba haciendo más espesa de modo que sus pies se hundían hasta las rodillas y les costaba trabajo avanzar.  

Apenas encontraron alimento, por lo que tuvieron que racionar la poca comida que les habían entregado en la Biblioteca Negra, que ya se estaba acabando.  

Mastodonte, que era un experto cazador, lograba atrapar algún conejo de vez en cuando. Un día, abatió a un ciervo y los estómagos se alegraron.  

―¿Sabes a dónde nos llevas? ―le preguntó Orlando, mientras despellejaban al animal.  

―Intento sacaros de este mundo nevado ―replicó el gigante―. Es la única forma de que sobreviváis. Si os quedáis por aquí demasiado tiempo, es seguro que moriréis.  

―Te lo agradeceremos ―dijo Katania―. Si alguna vez te acercas a mi castillo, te daré todo lo que necesites. Te estás ganando una buena recompensa.  

Mastodonte no respondió. Le habían hecho tantas promesas a lo largo de su vida, que ya no creía en nada ni en nadie. Sabía perfectamente que los humanos de menor estatura que la suya eran falsos y mentirosos. Le prometían de todo por miedo a que se enfureciera, pero que nunca le daban lo que anunciaban y se veía obligado a arrancárselo.  

―Soy una princesa que muy pronto será reina ―insistió Katania, que notó la mirada de desconfianza del gigante―. Y quiero recompensarte por tu ayuda. Si quieres vivir tranquilo en un lugar en el que se te protegerá, ven a verme.  

Mastodonte esbozó una sonrisa y siguió asando el ciervo.  

―Mañana saldremos de este mundo blanco ―dijo mientras cenaban, alrededor de la fogata―. Nos despediremos y cada uno se irá por su lado.  

―¿De verdad no quieres venir con nosotros? ―le preguntó Orlando.  

―Estoy habituado a la soledad. Creo que no podría vivir con otros humanos.  

―No es bueno estar solo ―dijo Halcón―. La soledad debilita el alma. Podrías volverte loco.  

―Lo prefiero a tener que aguantar desprecios e insultos ―se defendió el gigante―. Vivir y morir solo es una bendición. No me convenceréis. Volveré a mis montañas nevadas en las que los humanos apenas se atreven a entrar. Prefiero enfrentarme a los lobos.

No quisieron insistir, en el fondo, sabían de qué hablaban. Todos ellos, de una manera u otra, habían sufrido humillaciones. 

Aquella noche durmieron con el estómago lleno, pero con una sensación de amargura. Mastodonte les había impresionado con su discurso. Todos ellos sabían muy bien lo que significaba ser diferente.

Al amanecer, cuando se despertaron, Mastodonte ya se había levantado y vigilaba expectante los alrededores del campamento:  

―¡Viene gente!  

―¿Cuántos son? ―preguntó Orlando.  

―Muchos. Demasiados… Mirad allí…  

Los cuatro compañeros clavaron su mirada en la dirección que les indicaba y se quedaron sorprendidos. Una larga fila, compuesta por cientos de hombres, mujeres y niños, avanzaba lentamente sobre el manto blanco.  

―Vienen hacia aquí ―dijo Halcón.  

―Debemos escondernos ―propuso Mastodonte―. No me gusta. Son demasiados y no sabemos qué intenciones traen.

―No te preocupes –respondió Johanus-. Te aseguro que nadie te hará daño. Mi espada lo impedirá.  

A pesar de todo, Mastodonte se mostró muy nervioso.  

―No dejemos que se nos acerquen ―pidió.  

―No podemos impedirlo ―dijo Katania―. Pero parecen inofensivos. No veo soldados entre ellos y traen pocas armas, por lo que puedo distinguir.  

―Las armas no me preocupan ―murmuró el gigante―. Sus palabras y su miedo son más peligrosos.  

La masa humana se acercó implacable, como si siguiera un camino invisible, que le llevaba directamente al pequeño campamento.  

Cuando estuvieron cerca, un hombre se separó del grupo y se acercó.  

―Me llamo Westaker y dirijo esta caravana. Nos dirigimos a las montañas nevadas.  

―¿Sabéis que allí no hay apenas comida? ―dijo Orlando.  

―Lo sabemos, pero es la mejor opción. Huimos de la peste. Hay una plaga que ya ha matado a miles de personas. Nada puede curarla, Ni rezos, ni hechizos, ni sacrificios… Es la peste mortal e implacable. Dicen que es cosa de los hechiceros.  

―¿De qué hechiceros hablas? ―preguntó Halcón.  

―De los de Tritania. Un grupo ha matado a su jefe, Covánico, y han prometido vengarse. ¿Es que no os habéis enterado? -preguntó Westaker con repentina desconfianza.

―Nosotros no sabemos nada de eso ―explicó Halcón―. Venimos de lejos y tras un largo viaje.  

 ―Pues debéis saber que los hechiceros de Tritania ellos les da lo mismo ―concluyó Westaker― quieren que todos paguemos por la muerte de Covánico. Con esa peste lo van a conseguir. Su furia no tiene límites.

Orlando y sus compañeros escucharon con asombro las explicaciones de Wesraker, pero no comprendían los motivos de alarma que esgrimía. Llevaban soportando los efectos de la peste desde muchos años.  

Entonces, Westaker se fijó en Orlando.  

―¿Eres un mutante?  

―No. Es simplemente el efecto de un hechizo ―respondió Orlando―. Y no soy contagioso.  

―Eso no se puede asegurar. Los hechizos se transmiten ―replicó Westaker, tras dar un paso atrás―. Pero no es asunto nuestro. Tenemos que seguir nuestro camino. Que os vaya bien. Adiós.  

Justo en ese momento, el desgarrador grito de un hombre rompió la tranquilidad.  

―¡Su hijo está infectado! -gritaba, mientras señalaba a una mujer que tenía un niño en brazos.

¡No es verdad! ―replicó la mujer―. ¡Mi hijo está sano!
―¡Tienen la peste! ―gritó un anciano―. ¡Nos van a contagiar a todos!
La acusada se apartó del grupo, protegiendo a su hijo, al que abrazaba con todas sus fuerzas.
 
Westaker miró a Orlando.

―¡Es culpa vuestra! Llevamos días sin contagios. Sois los culpables.  

―No, no, nosotros no tenemos la peste ―rebatió Katania―. Te juro que estamos sanos.  

La mujer se había separado del grupo y corría con su hijo en brazos. Estaba enloquecida y corría sin rumbo, gritando sin parar.  

Todos los miembros de la caravana retrocedieron aterrados. Ahora no les preocupaba el origen del contagio, lo único que interesaba era que no les contagiara a ellos.  

De repente, dos flechas salieron de la multitud: una acabó con la mujer y la otra eliminó al niño. Después, se hizo un silencio sepulcral.  

Sin decir una palabra, Westaker levantó el brazo y todos empezaron a caminar para alejarse del lugar, dejando los dos cadáveres sobre la nieve enrojecida.

CAPÍTULO 4
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